La sangrienta defensa contra el inglés en la Bahía de Algeciras
Con sable, cañón, y una férrea decisión de derramar sangre británica. Así combatieron el 6 de julio de 1.801 los artilleros españoles que, desde la Bahía de Algeciras, apoyaron con su fuego a una flota francesa cercada por la Royal Navy. Aquella jornada, los altivos ingleses, que contaban con una mayor potencia naval, clavaron la tapa de su propio ataúd al menospreciar la capacidad de las baterías de costa hispanas, las cuales, a base de una incansable lluvia de muerte, obligaron a los oficiales enemigos a correr –o navegar- por sus vidas.
Para comprender los sucesos acaecidos en la batalla de Algeciras es necesario retroceder en el tiempo hasta 1.801, año en que Napoleón Bonaparte, ansioso como estaba de desbaratar a la pérfida Albión, firmó un tratado con España mediante el que ambos territorios formarían una armada con la que reducir el poderío naval inglés en el Mediterráneo. Mediante este acuerdo, los galos pretendían a su vez reforzar lo poco que quedaba de su escuálida flota y acudir en rescate de los soldados franceses que seguían combatiendo desesperadamente en Egipto.
Una vez suscrito el tratado, las armadas de ambos países determinaron que se reunirían en aguas españolas para plantar cara de una vez por todas al inglés. «En las clausulas adicionales al tratado se dictaron las disposiciones militares, de tal forma que dos contingentes navales galos, al mando de los contralmirantes Linois y Dumanoir, saldrían de los puertos de Tolón y Cherburgo para unirse en Cádiz a la escuadra del Almirante Moreno» determina el Coronel Jefe del Regimiento de Artillería de Costa nº 5 Rafael Vidal Delgado en su obra «El fuerte de Santiago y la batalla de Algeciras».
Un fatídico encuentro
En virtud de estos términos, y a principios del verano de 1.801, el conde de Linois dirigió una parte de las fuerzas galas hacia aguas españolas para reunirse con la armada hispana. Bajo sus órdenes, el franco contaba con dos navíos de 80 cañones (el «Indomptable» y «Formidable»), otro de 74 (el «Desaix») y la fragata «Muiron». En principio, el viaje pareció plácido y fructífero para esta pequeña armée, pues en el trayecto llegaron incluso a capturar el navío de un conocido corsario inglés.
Sin embargo, la alegría de Linois pronto se diluyó en el mar cuando supo que los ingleses se habían enterado de sus planes y habían armado una flota para interceptar en Cádiz a los cuatro buques galos. La situación se puso difícil para los franceses que, ante la imposibilidad de dirigirse hacia el Atlántico debido al mal tiempo, decidieron fondear y plantar batalla a la Royal Navy en la pequeña Bahía de Algeciras.
Tenían mayor potencia naval, pero las baterías españolas destrozaron sus navíos
En este lugar, a su vez, los franceses esperaban poder resistir los envites de los infames ingleses con ayuda de varias piezas de artillería que los españoles tenían situadas en las inmediaciones, además de una docena de pequeñas lanchas cañoneras (navíos pequeños y veloces de un único cañón).
Los ingleses –al mando del almirante Saumarez- no tardaron en iniciar la marcha hasta Algeciras en cuanto conocieron los planes galos. De hecho, los defensores pudieron ver a las pocas horas como una imponente flota de 6 navíos (uno de 80 cañones y el resto de 74) y una fragata hacían su entrada en la bahía con la artillería preparada. Acababa de iniciarse el combate.
La tranquilidad antes de la lucha
Con casi 400 cañones, por los apenas 300 de la alianza franco-española, los ingleses sabían que contaban con una gran ventaja. Sin embargo, la armada combinada se aprestó a la defensa poniéndose en manos de las baterías costeras, las cuales estaban formadas por unos cañones temibles que, para su desgracia, la pérfida Albión infravaloró.
La sangrienta defensa contra el inglés en la Bahía de Algeciras
«En la mañana del día 6 (de julio) aparecieron las velas inglesas por Punta Carnero, extremo suroeste de la bahía. (…) La flota enemiga entró confiada en su aplastante superioridad pretendiendo (…) remontar la línea franco-española en toda su longitud, por el lado de la costa, en tanto que los restantes atacaban por el lado de mar abierto», añade Vidal en su obra. Concretamente, Saumarez buscaba atravesar la línea francesa con la mitad de sus navíos para atrapar a los galos entre dos fuegos. No obstante, parece que no contó con la efectividad de los cañones hispanos.
Por su parte, Linois decidió no arriesgar haciendo uso de extravagantes estrategias y apostó por la clásica inmovilidad defensiva francesa. Para ello, desplegó sus buques en línea y con las velas recogidas. A su vez, e intuyendo la maniobra inglesa, ordenó anclar sus navíos lo más cerca posible de la costa para aprovechar al máximo el fuego de las baterías españolas e impedir que Saumarez le envolviera.
Comienza la batalla
Tuvo que pasar casi media hora hasta que los ingleses abrieran fuego. Así, aproximadamente a las 8:35 de la mañana, la armada británica inició sobre los buques galos un fuego ensordecedor que, sin duda, provocó que se encogiera el corazón de los defensores.
Al poco, Saumarez comprendió que no debía haber subestimado los baterías de los defensores. Y es que, tras poco más de una hora de contienda, el fuego hispano que se escupía desde tierra había provocado un daño irreparable en los altivos barcos ingleses. El primer buque que sufrió las consecuencias del error garrafal del oficial fue el «Pompee», el cual, a base de bola de cañón española, quedó inmovilizado y tuvo que ser remolcado.
El «Hannibal» en problemas
Tampoco marchaban bien las cosas para otro de los navíos ingleses, el «Hannibal». Este, tras haber sido cañoneado por los españoles, había encallado mientras intentaba rodear a los buques franceses. Con el buque detenido, los artilleros hispanos no pudieron más que esbozar una sonrisa mientras apuntaban cuidadosamente su artillería hacia esta improvisada diana.
Ni siquiera los hombres enviados por Saumarez en su ayuda pudieron salvar al buque de su aciago destino. «Poco antes de la una de la tarde, el capitán Ferris del “Hannibal” ordenó arriar el pabellón, rindiéndose e incluyendo en la misma a las tripulaciones de los botes que le había enviado su almirante para desencallarlo», completa el militar español.
La marcha del inglés
Sobre la una de la tarde, tras casi cinco horas de combate, el panorama era dantesco para los ingleses: ninguno de los buques había logrado romper la línea francesa y los daños eran innumerables. A su vez, los defensores habían impedido a los ingleses desembarcar infantería con la que asaltar las posiciones españolas en la costa. Así, con la sangre tiñendo la madera de los navíos de Albión y los cañones transformando en astillas la, hasta entonces, indomable flota británica, Saumarez tocó a retirada.
«La batalla estaba perdida para los británicos. Saumarez pensó que era probable que hundiera a todos los buques franceses, pero le era imposible destruir a las baterías de costa españolas, que, incansables, lanzaban sus bolas de muerte sobre sus barcos. (…) (Finalmente) Saumarez dio la batalla por perdida y ordenó la retirada hacia Gibraltar», sentencia el autor.